jueves, 12 de febrero de 2009

Vieja


Desato recuerdos que despiertan incautos, que seducen tempestades y amilanan sonrisas. Y en un compendio de todos ellos envejezco de repente, más de cien años de golpe, y sigo sin saber de mí.

Y temo que no aspiro a volver al lugar de donde he venido. Sospecho que no acepto recompensas ni regaños, tan sólo colecciono ambiciones en silencio. Y si finalmente he perdido el norte, si he logrado impredeciblemente enjaularlo entre un millar de pequeñas y tortuosas penurias renegadas, cierro los ojos y tomo aliento. No lo necesito.

Mentiría si digo que duermo en paz o que despierto en calma, e intuyo que en algún pequeño recoveco de mi alma saben de mí y de mis dudas, pero no les queda nada, y nada importa. Como dijo algún amigo, los terceros nunca estuvieron allí. Y yo ya no soy todo aquello.

Y sí, me atormenta envejecer un tanto al día, un tanto que dice ser demasiado entre bastidores. Y es cierto que crece en mí por momentos la necesidad de ser otra cosa, de diferenciarme de cualquier ser o ente de forma absoluta, de ser superior a todos ellos en el más privado de los secretos. Confieso volverme egoísta con los años, caer en la más pueril de las autosuficiencias y acariciar la más perniciosa de las autocontemplaciones, pero, ¿quién no anhela, entre la vaporosa intimidad de sus dominios, ser tan alto como la luna? Temo que me tenga y me necesite más que nunca. Puede que retroceda ante el miedo de perderme entre escollos, desucar la vida y encontrarla en algún otro lugar que no conozco todavía.

Hay tantas verdades como mentiras entre las canas que en días impares desarraigo furiosa. Y no hay nada tan cierto como que proclamarme vieja es algo que me reconforta en un sentido atípico de la propia naturaleza humana.