lunes, 16 de marzo de 2009

8:00 am


Anudado a su propio infierno, aferrándose a él como animal en celo, se abotonó la camisa, muy despacio, con esa lentitud que extingue la sed de vida de quien casi está muerto. Y contra aquella muerte cerebral colisionaba maquinalmente cada pensamiento, reto o meta que alguna vez hubiera fraguado dentro de sí. Ni siquiera el recuerdo de tiempos mejores era capaz de desterrar al ente que, apoltronado tras su única ceja, había tomado posesión de sus ideas. Y aún cuando él no era capaz de comprenderlo, no existían culpables de la masacre. Ningún otro que su propia desidia, su falta de sueños o anhelos secretos, su evidencia ante la vida.

Hundió sus pies arrugados en sendos zapatos de piel oscura, revisó sobre el espejo la perfecta línea que marcaban sus cabellos, débilmente inclinada hacia la derecha. Y allí mismo, frente a aquel mismo espejo, esperó paciente e inmóvil a que el reloj cuya imagen quedaba nítidamente reflejada ante sí, diera exactamente las 7:39 de la mañana. Tardaba dieciséis minutos en llegar al trabajo.

Y aquel ser, ente o reflejo que reemplazaba a al ser humano que apenas recordaba haber sido, parpadeó un sólo instante, y sin más un pequeño y fugaz latido de consciencia rebrotó firme ante la duda. Apenas un segundo le bastó para saber que era hombre muerto, que el tiempo, poderosa fuente de placeres y desengaños, le había sido arrebatado.

jueves, 12 de febrero de 2009

Vieja


Desato recuerdos que despiertan incautos, que seducen tempestades y amilanan sonrisas. Y en un compendio de todos ellos envejezco de repente, más de cien años de golpe, y sigo sin saber de mí.

Y temo que no aspiro a volver al lugar de donde he venido. Sospecho que no acepto recompensas ni regaños, tan sólo colecciono ambiciones en silencio. Y si finalmente he perdido el norte, si he logrado impredeciblemente enjaularlo entre un millar de pequeñas y tortuosas penurias renegadas, cierro los ojos y tomo aliento. No lo necesito.

Mentiría si digo que duermo en paz o que despierto en calma, e intuyo que en algún pequeño recoveco de mi alma saben de mí y de mis dudas, pero no les queda nada, y nada importa. Como dijo algún amigo, los terceros nunca estuvieron allí. Y yo ya no soy todo aquello.

Y sí, me atormenta envejecer un tanto al día, un tanto que dice ser demasiado entre bastidores. Y es cierto que crece en mí por momentos la necesidad de ser otra cosa, de diferenciarme de cualquier ser o ente de forma absoluta, de ser superior a todos ellos en el más privado de los secretos. Confieso volverme egoísta con los años, caer en la más pueril de las autosuficiencias y acariciar la más perniciosa de las autocontemplaciones, pero, ¿quién no anhela, entre la vaporosa intimidad de sus dominios, ser tan alto como la luna? Temo que me tenga y me necesite más que nunca. Puede que retroceda ante el miedo de perderme entre escollos, desucar la vida y encontrarla en algún otro lugar que no conozco todavía.

Hay tantas verdades como mentiras entre las canas que en días impares desarraigo furiosa. Y no hay nada tan cierto como que proclamarme vieja es algo que me reconforta en un sentido atípico de la propia naturaleza humana.

jueves, 19 de junio de 2008

Libertad

Hace un tiempo que no escribo, motivos me faltan y me sobran al mismo tiempo. Sólo quiero dejar aquí un trozo de mí misma tejido por alguien que no soy yo, pero que también sabe verme por dentro.



Sentía la presión en cada gesto y en cada tentativa. Estaba aferrado a sus entrañas, le arañaba por dentro como una larva de parásito que nunca acabara de eclosionar, que nunca dejaría de matarle. Los terceros lo llamaban meta. Los terceros jamás habían tomado ese camino.

Sabía agrio, como la última almendra que mastica el gafe, su tacto era áspero como el papel de lija y no olía a nada, pero llenaba el vientre, o eso decían los terceros. Los terceros que no la habían probado.

Ella la miraba recelosa, como el esclavo que ve a la libertad en las entrañas del esclavista. La observaba, como se observa a los sueños despierto, y pensaba que, al alcanzarlo, que al dejar atrás en el tiempo el momento ansiado, se abriría una puerta nueva en su universo de opciones, que sentiría explosión orgásmica que le embargaría por el resto de su vida.

Pero el placer duró solo unos instantes. Seguía siendo ella. Seguía siendo el mundo. De pronto todo el lugar que ocupaban los reiterados afanes estuvo embargado por una tenue sensación de vacío. Al fin era libre. Nunca debió dejar de serlo. Pero, ¿por qué no podía sentir nada excepto que se había hecho justicia?

Quizás confundía la ausencia de dolor con el bienestar.

Quizás ignoraba que existe una sutil diferencia entre matar la desdicha y alcanzar la felicidad.


Miquel Casas Salinas.


jueves, 6 de marzo de 2008

Despierta


A veces.


Sólo a veces, entre soplos de algún pensamiento taciturno, despierta, como un títere abandonado y polvoriento en mitad de la nada.


En un movimiento de ojos escruta sus motivos, recién exprimidos, para decidir mirarse entonces a sí mismo y no encontrar nada, nada descifrable. Nada nuevo.


Y ve pasar el tiempo, de súbito, el cambio acaecido, sigiloso, se abre ante sí. Y sólo las preguntas le excitan, todas aquellas preguntas a las que no puede aún otorgar respuesta. Y a veces sólo sonríe ante el miedo a lo desconocido, el pálpito impredecible de lo que es en sí mismo y ni siquiera desentraña.


La esencia que se retuerce de rebeldía cuando, a veces, abre los ojos y despierta.

sábado, 12 de enero de 2008

Perdida

A veces se descubre tratando de desenmarañar residuos cifrados y perdidos, permanencias de lo que aún resta en ella, de aquello que nunca ha pedido y que quizás hoy, tan cerca del fin, se siente incapaz de culminar, de completar, como si aquel maldito puzzle tantas veces resuelto se hiciera súbitamente inteligible. Acaso sea aquel pez que a pocos metros de alcanzar el anhelando remanso decide dejarse arrastrar por la corriente del río; de repente el mar y su inmensidad no parecen tan mala opción cuando las fuerzas para seguir nadando se han extinguido.

No existe consuelo para quien espera, para quien los días conforman huecos, para quien no comprende, no acepta falsas metas q se interponen, que se camuflan de deseos vanos y esperanzas arrepentidas. Ojos cerrados, apenas un recuerdo borroso del aliento de quien desearía tener cerca. A veces desiste, y dentro de sí se promete deshacerse de todo aquello que carezca de sentido. Pero con los ojos abiertos, el mundo la trae de nuevo ante un millón de certezas, de olvidos. No eres tú, le susurra al oído, todavía.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Mar

Y en el silencio residían los secretos. Los que guardaba entre pliegues de su naturaleza, de su ser inmortal y amoral, o su no-ser. Pero en aquel silencio que dejaba de serlo en leves susurros, tal vez quejidos de algo viejo, me gustaba observarle. A veces sentía que sólo yo podía oírle, que sólo yo podía sentir su abrazo completo, que sólo a mí quería envolver en su silencio, el mar en calma. Arrugado, taciturno.

Melancolía de sí, de la propia melancolía; nostalgia de lo anómalo, de lo que no ha de volver, de lo que apenas recuerdo. Y en el principio de mis días también estaba, cambiante como el tiempo, acariciando orillas de seda blanca entre mis piernas, canturreando recuerdos de tiempos pretéritos. Y a diario le olvido, como escenario de derrotas, como refugio de cobardes y heridos, el mar en calma. Callado, sereno.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Géminis


Sus mitades se desperezan ruidosamente en los albores de un día gris; esta mañana sus labios no saben a sal sino a frutas. El ombligo que las separa cabecea hacia un lado, hacia el otro, y en el movimiento pendular de su cintura despiertan, enredadas entre sábanas color crema, aturdidas por la soledad de sus pupilas. Es domingo.

Hoy el otoño acude, mientras ríen, aunque a veces lloran mientras duermen, y recuerdan mañanas de sal y sábanas de chocolate, ojos de luna o de mar, y a veces sus mitades se hacen una.

Acaricia sus mitades entre párpados entornados, una de ellas aún quiere dormir y frunce el ceño, los recuerdos la calman o la incitan, y a veces se hace sorda y muda, y es en ese instante cuando la verdadera soledad la acompaña, mansa. Entonces nunca se siente mitad.

Describe círculos en sus tentaciones, entre latidos se convulsiona. Engulle trozos de pecado y se abraza, ajena a su locura, a la soledad de sus pasiones. Recuerda que a veces queda quieta, queda rota y sola entre mitades. Y sueña con otros despertares, con ver correr los días que le sobran o la anulan, y sus mitades sonríen al unísono ante la posibilidad de cualquier otro futuro, de apoyar sobre sus labios un beso dulce de domingo.

Sus mitades se contemplan en silencio, a veces olvidan paralelamente derrotas de otros días, a veces rehacen aquellos sueños que las convirtieron en mitades opuestas de una misma naturaleza viva.

martes, 11 de septiembre de 2007

Tormentas


Huele a lluvia, pero creo que me gusta. Despiertan en mi pituitaria recuerdos de otros días, no necesariamente mejores. Me gusta, refulge y se acerca despacio, cada vez tarda un poco menos en hacerse oír. De repente le siento, tan cerca de mí como el miedo del placer, y rompen más fuerte las gotas contra el acerado y desde aquí puedo olerlas morir. No cerraré mi ventana ante ninguna tormenta, y el trueno me aclama entonces y brama justo un segundo más tarde, jura venir para acallar mi protesta al otoño; aún no es bienvenido si mañana puede volver a ser invierno.

Me sorprendo olisqueando el sabor a tierra mojada q impregna las calles, es el olor de los domingos en casa, de silencio y de calma, de días que pudieron ser mejores, robados, perdidos, hundidos. No pensé que llegara a gustarme.

Existen ciclos interminables que sobreviven a todas las cosas, que se solapan entre ellos y se acompañan en su recorrido. El ciclo de la vida se escolta de una media de ochenta ciclos estacionales y mil ciclos lunares, de una infinidad de periodos que estiran y se encogen como acordeones en celo, y que volverán para asediarnos tarde o temprano, con los mismos temores, las mismas esperanzas y el mismo desconsuelo. Pronto llegará el invierno.



(Disculpen la tardanza. He vuelto a casa)

viernes, 25 de mayo de 2007

Ausencia


Sé que quiero, que necesito escribir. Así empezó todo, yo notaba aquella ansiedad correr por mi pecho, y sabía que era la única forma. Las palabras siempre me han ayudado a entender lo que no puedo ver, a vaciarme y saciar mi sed. Ahora hay veces en que esas palabras se ocultan y se escabullen, o simplemente callan bajo un extraño velo; hoy siento que se pierden bajo el recuerdo de tus ojos verdes, y todo acaba en un confuso murmullo que muere enredado.

Me gustó verte lleno de espuma, me gustó verte conmigo, envuelto en mí, en mis carencias y en mis abusos. Me gustó abrazarte por vez primera, calmar tus inquietudes, cerrar tus ojos y dormir; tu voz y tu calma. Y aún siento que estás aquí, que casi puedo tocarte si así lo deseo, que tu imagen sigue cálida y tu ausencia aún no me ha derrotado.

La impaciencia te adorna de días por venir, también de silencios, de amagos y de miedo. Y si cierro los ojos me abordas, y me abrazas sobre una enorme duna de arena inquieta. Tiritas de frío, y nos miran desde allende los mares. Y te dibujo con ojos verdes, con arena en las pestañas, con promesas suspendidas en el viento.


Ya siento que existe. Todo lo que faltaba, esa cuña bajo mi mesa que hace que no tiemble. Y apenas un millon de problemas duermen bajo la almohada si tu duermes sobre ella, el mundo carece de importacia ahora que habitas el anverso de mis pensamientos. Y te leo que quieres quedarte y ser mi gris, para que engañemos al espacio y al tiempo, y lo hagamos irreal por un día; pensar que para siempre existe oculto en algún pliegue de tu sonrisa o entre mis dedos.


Y apenas otro adiós, de nuevo en un suspiro, en un te quiero. Y aún peor para quien se marcha, estabas advertido; entre pasos en falso, y un rostro que se vuelve en un último intento. Y unos ojos que apenas distingo verdes y brillantes entre los míos, que apenas encuentro. Te contemplo marchar, y ya lo sabía, pero observo el deseo de verte resurgir entre la multitud. Parada, quieta de vacío, de todo aquello que te llevas.

lunes, 9 de abril de 2007

Y he vuelto a recordar, a saber por qué...


Las orejas me picaban del frío. Me acurruqué en el interior de la capucha de mi peludo abrigo y marché deprisa. No me había dado tiempo a desayunar, y mientras caminaba calle abajo pensé por tres veces en aquel café humeante. Me haría con él y lo abrigaría entre mis manos, calentándolas - constituía la primera parte de aquel disfrute -. Recordé entonces a cierta amiga, decía que si tuviera que guardar una imagen de mí sería aquella, recostada en una silla, abrazando un café caliente con mis manos heladas. Estaba lejos, todos estaban lejos, pero yo estaba allí y no me arrepentía de nada. Hacía frío, y aquella mañana apenas tendría cinco minutos robados a la primera hora de clase, intentaría hacerlos eternos.

Entonces asociaba los lugares a colores, según las líneas de metro. Si pensaba en la facultad pensaba en rosa, el mercado de La Bastille era verde pistacho, la casa de mi amiga Marta era de color azul oscuro. Ir de compras era de color amarillo, y Carmen... a su casa llegaba andando, así que Carmen era simplemente aquella panadería que hacía esquina y que desprendía aquel fatídico olor que engordaba simplemente con ser aspirado.

Me sorprendió aquello de la fruta en el metro. En París venden fruta en el metro, en pequeños puestos que emergen tras cada esquina en aquella maraña de pasadizos; y es posible que aquel día tampoco hubiera podido resistirme y hubiera comprado un par de ciruelas bien dulces, saboreándolas despacio, entre letras de canciones que por entonces tenían significado. Fue en aquella ciudad donde me hice adicta a la fruta, a las cerezas oscuras, al mango maduro, a la piña. También me hice adicta al pan caliente, lo cual tuvo consecuencias que costó neutralizar. Sin embargo, y en cuanto a comida se refiere, si hay algo que requirió de varios meses de concienciación por mi parte, fue aquello de aprender a cocinar para uno solo. Todo se hace muy pequeño en la sartén y la tendencia a echar un puñado más de arroz me resultaba inevitable. Las sobras se acumulaban en mi nevera y entonces ni siquiera tenía gato. Frente a un plato enorme de comida para uno aprendí a estar sola, también aprendí a desconfiar de los buenos recuerdos.

Vi nevar. Sé que aquel día no lo olvidaré nunca. Marta vivía en uno de los lugares más emblemáticos de París, al pie del Sacre Coeur, frente a aquel tiovivo que siempre estuvo allí. Recuerdo que en su casa siempre había chocolate, su compañera de piso era suiza, y en cada visita a la familia traía toneladas de aquella maldita sustancia, en todas sus variantes y estados. Pensar en su casa es chocolate y nieve, allí vi nevar por primera vez. Con un pijama que no era mío corrí descalza hasta la cocina, donde Marta gritaba de emoción mientras removía a toda velocidad su taza de chocolate caliente. Entonces nos vestimos velozmente y paseamos barrio arriba y abajo durante toda la mañana, subimos hasta lo más alto de Montmartre para ver cómo nevaba sobre París, y buscamos rincones nevados que pudieran sorprendernos. Recuerdo que aquel día apenas tuve frío.

Si cierro los ojos veo el canal. Fue sin duda mi lugar en aquella ciudad, y recuerdo exactamente el día en que me hice con él. Todo fue culpa de aquel reportaje fotográfico, debíamos exponer en clase un trabajo que se dio en llamar 'La ciudad y la luz', y yo al instante pensé en el canal, en su superficie rasa y silenciosa, en su capacidad para reflejar fielmente aquellas calles, aquella luz macilenta y aquella luna. Paseé incansable por las orillas cambiantes a innumerables horas del día y de la noche, fotografiando todo aquello que respiraba sobre la lámina de agua quieta, y quizá en algún instante perdí la conciencia, pero a partir de entonces me recuerdo allí en las tardes grises, en los días en que el corazón despertaba aplastado y seco, en aquellas horas en que simplemente quise llorar a solas, con los pies mojados, al borde del canal, como quien parece querer saltar en un impulso aun sabiéndose más que cobarde. Y recuerdo en la noche cruzar mis piernas en ese lugar, apenas un puñado de horas me separaban de lo que ya no era, de aquello que me esperaba inconsciente de la asombrosa mutación llevada a cabo, y allí escribí mis últimas palabras sobre suelo gabacho, palabras que hablaban de sed, de miedo y de un millón de errores, palabras que ni siquiera sabían de qué hablaban, describiendo el canal Saint Martin.

Y seguramente entre aquel maldito café de primera hora de un viernes cualquiera, colisionaría con cualquiera de ellos, mis amigos, también deseosos de aquel café, deseosos de encontrarnos. Lo tomaríamos con más parsimonia de la prevista, hasta dejarnos abordar por ella, la calma, hasta dejarnos reír y charlar entre quietud y risas, entre el bochorno del tiempo que vuela. Y quizá nunca entramos en aquella clase, y nos llenamos de complicidad en partidas de mus con sabor a cerveza, une blonde, s'il te plaît. Y las horas se hicieron escuálidas prisioneras de certezas, de saber que poco importa, que sólo los recuerdos nos acompañarían de allá a poco menos que nada. Y entonces me recuerdo así, pasajera de aquellos lares, de aquellos entes que desaparecieron, de aquella nieve, y aquel café, y chocolate, y risas. Y el canal.

miércoles, 4 de abril de 2007

La lengua del poeta

Nunca he ganado nada. Anoche me comunicaron que era la ganadora del II Certamen Aullidos de relatos de terror. Mi relato ha quedado el primero entre más de 300. He leído la noticia un centenar de veces en la web y aun cuando vuelvo a leerla mi estómago da otro vuelco, y otro más. Y cuando acabe de escribir esto volveré a hacerlo, y volverá a ocurrir.

Cada persona tiene sus sueños, y cada cual los custodia de la forma que cree más apropiada. Mis sueños tienen mucho que ver con ese premio, y quizá a algunos os resulte complicado entender que tenga tanta importancia para mí, pero me hace sentir que hoy estoy más cerca; no, aún mejor, me dice que es posible. Simplemente eso.
Aquí os dejo un trocito de mi sueño.


"Almaceno poder en una caja de madera vieja. Es una caja pequeña, con una pequeña llave que llevo siempre conmigo. Duerme en silencio bajo mi cama; aún mi poder no es muy grande, pero pronto será un vasto arcón sólido y robusto que descansará callado en el sótano, al abrigo de la mirada intrusa de mi marido. Sé que él no lo entendería; apenas me escucha, y cuando habla, sólo grita, brama, se desgañita en insultos e improperios. Éste es mi secreto, mi único secreto, un cúmulo de todo aquello que me hace sentir poderosa, por encima del mundo, y de todo lo que existe. Nadie lo intuye o sospecha; todo aquel que tuvo la oportunidad de examinar su insólito contenido, perdió el habla, y la vida. Es todo lo que tengo.
A veces son sólo palabras; otras, intensas miradas que se deshacen sobre la almohada; pero lo que colecciono con mayor frecuencia son las caricias. Ellas son las que me elevan hasta lo más alto, las que me colman de ese poder que me abrasa el vientre, las que duermen a mi lado. Por eso son ellas las que normalmente atrapo implacable, para que dejen de ser haces fugaces de gloria; las quiero eternas, infinitas, inmortales, imperecederas... Y las dejo cautivas cuando aún están con vida, cuando aún conservan aquello que me ofrecen."

Tomó aquella caja entre sus manos y calló un instante, ensimismada, ausente. Acarició suavemente el absurdo relieve que la cubría; formas arbitrarias sin geometría ni sentido. Él pensó firmemente que había sido tallada por aquellas finas manos que entonces la rozaban con dulzura. Giró lentamente la llave, pero mantuvo la tapa cerrada mientras persistía en su tormentoso relato.

"El primero de todos era poeta, por eso capturé su lengua. Era joven y hermoso, casi mujer; sus dedos quedaron intactos ya que nunca osó tocarme; sus ojos permanecieron en sus cuencas dado que su mirada se me antojaba un gemido incompleto e incoherente. Comenzó con un soneto; uno largo y sonoro que en cada pequeña estrofa ensalzaba febril cada centímetro de mi cuerpo enardecido. Se abatió sobre mis senos con húmedas palabras y adornó mis caderas de suaves vocablos que danzaron sigilosos, expectantes.
Lo único que pude lamentar fue silenciar la última estrofa de aquel “Poema para Águeda”. Sacrifiqué gustosa el culmen de la obra que me tenía por musa, a cambio de inmortalizar el aliento de pasión que aquella desdichada criatura ofrecía a mis sentidos. Amputé su lengua perpetua en el instante mismo en que dibujaba mis dorados cabellos irradiando el calor del fuego de mil infiernos; me lancé sobre él, sedienta de la eternidad de sus versos primigenios. Sin premeditación o elucubración previa; impulso letal de pensamientos sin fraguar que volcó mis manos ebrias y enaltecidas sobre aquella candorosa fuente de lisonjas. Y aquel pobre diablo – sin lengua, sin palabras y sin poesía – murió de terror amordazado al cabecero de la cama. Recuerdo verle contemplar espantado su propia lengua que se retorcía con vida propia, que rezaba aún vestigios del poema que empapaba sus terminaciones nerviosas; aquel por el que nació para sucumbir. Mi iluso poeta – aterido por el frío que heló cruel sus entrañas - dejó su insulso aroma adherido a mis sábanas de seda; una pena.
Mi marido jamás encontró el resto de su cuerpo. Hoy día, aún duerme corrupto y descompuesto en el oscuro sótano; su pútrido olor contamina cada gota de aire para vengarse de mis sentidos. Descansa rencoroso entre renegridos y olvidados objetos torturados por el tiempo inmisericorde, prisioneros del desuso. Mi pobre poeta quedó condenado a recitar eternamente su excelsa poesía, su clamor inacabado hacia su musa ingrata.
Atisbo en tus ojos el canguelo y la demencia que mis palabras confieren a tus últimas horas de vida. Puede que te interrogues ajeno al motivo por el que esgrimo complacida mi cruenta historia entre los estertores de la muerte que asedian tus vísceras. Lo hago en honor a mi infortunado poeta; muchos otros han seguido la senda de sus funestos pasos inciertos, han perecido en el camino a la gloria de mis besos emponzoñados. Es tu hora; tus dedos lastimados por el deseo forman ya parte de mi preciado tesoro. Tu vida, amado mío, quedará irremediablemente consumida, como la tímida vela que arroja efímera claridad nacarada sobre la oscuridad de este húmedo sótano. Es el precio a pagar... Que Dios te acoja en su seno."

Abrió la caja ante la mirada petrificada de Don Diego de la Fuente – esposa y tres hijos -. Lo que contemplaron sus ojos exterminó inclemente todas sus esperanzas de que la hermosa Águeda hubiera hallado su exótico historial homicida en algún recóndito recodo de su enajenada inventiva. Sus mutiladas extremidades habían fracasado en un vacuo intento de prevenirle en su irreparable e irremediable destino, pero la contemplación de aquella caja hablaba sin tapujos, sacándolo con una terrible bofetada de su terca ofuscación; la espeluznante certeza de su próxima defunción se cernía sobre su pecho ahogado – ahogado en un grito sordo que se desvaneció incapaz en su estómago anudado –. Sus labios estaban convenientemente sellados con aquel suave velo de finos bordados que él mismo había arrancado ardiente de su cuello escasas horas antes, firmando su propia condena.

- ¡Águeda!¿Estás ahí abajo? - Un grito distante surgido de las profundidades del infierno. ¡No!, el infierno era ahora su morada, aquel grito provenía del mismo cielo. Era Dios quien hablaba. - Sal de ahí, mujer, hace frío y huele a muerto ¿Qué se te ha perdido? – Reconoció al instante los alaridos del carnicero; sus propios gritos, aquellos que nacieron en sus pulmones y murieron en su boca, nunca llegaron a ver la luz.

- ¡Ya subo, cariño!

Su esbelta figura se precipitó escaleras arriba, dejando a su desamparado invitado en la soledad de la apocada luz que amenazaba con extinguirse. El singular cajón reposaba inmóvil frente a él, mostrando su macabro contenido; mudo testimonio de escabrosos crímenes perpetrados bajo los efectos de una locura impía e inconmensurable, fruto del persistente e insufrible convencimiento de la nimiedad del ser humano. Aquella mujer necesitó simplemente ver truncada su insignificancia en grandeza plena y absoluta, en poder y control sobre su burda existencia. Don Diego no se asombró de no saberse aliviado de conocer la naturaleza de tan terrible demencia; supo que no habría piedad.

Silencio. La vela traicionera expiró súbitamente ante una brisa mentirosa venida de ninguna parte. Aquella histérica oscuridad pellizcó complacida sus entrañas sofocadas. Contuvo la respiración en un vano intento de percibir con indigesta claridad cualquier sonido que pudiera brotar de aquella caja; su mente aún la reproducía con esa pasmosa veracidad de la que su vista había quedado privada. Temía con cada centímetro de su cuerpo que el diablo en persona emergiera de aquel infecto continente; incluso en sus inexistentes dedos – aquellos que aún podía sentir prolongando sus manos huérfanas, aquellos cuya ausencia se tornaba dudosa enredada en la negrura que cegaba su cordura – podía sentir el terror de aquella presencia intuida.

No se hizo de rogar aquel murmullo satánico; se cobijó sutilmente en su cavidad auditiva, haciendo enloquecer esa mirada inservible que luchaba inútil contra aquella oscuridad insoportable. Al principio era sólo un tenue crujir casi imperceptible, un crepitar débil y constante, como un fuego que ardiera invisible en algún lugar; y sus ojos escudriñaron furiosos la habitación en busca de la lumbre delatora, pero no encontraron otra llama que la que consumía atroz su vientre maltrecho. Pronto pudo distinguir horrorizado pequeños gemidos lastimeros, cientos de ellos llorando desangelados a un tiempo; y supo que los unía el dolor, el sabor amargo de una existencia interrumpida. La compasión que le inspiraban quedaba enmarañada con el pavor que le infundía el desconocimiento de aquella naturaleza - ¿Pudiera ser que sólo habitara en su mente? -. Quiso llorar de miedo o de pena, esparcir lágrimas que apagaran el quejido inagotable que brotaba envilecido de aquel objeto infernal; pero de repente, se aferró a la indecible posibilidad de que llegara a oírlas llorar también a ellas – a sus lágrimas confundidas - mientras arañaban sus mejillas blanqueadas. Quedó paralizado al acoger la pavorosa posibilidad de que cientos de pequeños gemidos se unieran clamorosos al de aquellos entes que lamentaban su inexistencia dentro de una caja de madera vieja...

lunes, 2 de abril de 2007

El mejor regalo


Escogí el olor de aquella mañana para dar forma a mi montaña de arena. No tenía nada más, pero el simple recuerdo de aquello, de la sal alojada en las arrugas de mis labios secos tras un largo baño, de la sal alojada en los pliegues de labios ajenos tras un largo beso, fue suficiente. Y mi montaña fue tomando forma.

Cavé. Alguna vez quise encontrar algo, cuando era niña. Pero siempre fui demasiado realista, hasta en mis fantasías más absurdas. Cualquier otro niño habría soñado con encontrar un tesoro pirata, o algún otro secreto, pero mis deseos no pasaban de la caracola gigante. Admiraba esas caracolas gigantes que vendían en las tiendas; y me prometí que algún día encontraría una, y me pertenecería de verdad, porque el mar me la habría regalado.

Aquel día no buscaba nada, pero cavaba. Pensé que a veces no sabemos qué buscamos exactamente hasta que lo encontramos. Recordé también que el día que encontré mi caracola gigante ni siquiera la buscaba, el mar me la regaló sin hacer preguntas.

Cavando con los pies me acordé de cuando era niña. En el parvulario al que iba había un enorme recinto lleno de arena, y yo pasaba allí las horas muertas y cavaba y hacía figuras y jugábamos a las tiendas donde vendíamos aquellas formas que creábamos con la arena; nuestra imaginación las convertía en helados o pasteles. Y cavaba con los talones, alternándolos, extrayendo la arena húmeda que quedaba al fondo, la que nos permitía crear aquello. Y pensándolo bien, puede que ése sea el recuerdo más temprano del que dispongo.

Me gusta ir a la playa porque soy yo. Y en mi yo que soy ahora se agolpan todos aquellos que alguna vez he sido. Tengo tantos recuerdos del mar, tantos lazos, tantas caras presentes o distantes, tanta sal, que independientemente de cuánto haya cambiado la persona en la que actualmente me encuentro, tengo la seguridad de que esa persona estuvo aquí antes. Y no me cabe duda de que el olor era el mismo.

Es ése olor que sólo recuerdas cuando te alcanza. Te desestabiliza por un instante, te advierte de que sigue presente, porque los olores no se marchan, son recuerdos que aun permaneciendo un millón de años en silencio de repente un día reaparecen y hacen presente todo lo que dejó de existir.

Aquella tarde moldeé una tortuga marina; nunca me gustaron los castillos. Siempre me he preguntado por qué motivo la gente construye castillos en la arena; precisamente castillos, en lugar de cualquier otra cosa. Personalmente siempre preferí el reino animal, aunque también recuerdo perfilar innumerables rostros sobre la arena húmeda. A veces fabricaba laberintos subterráneos, con túneles conectados entre sí, del tamaño de un puño. Aquellos laberintos podían ser tan grandes y enredados como larga fuera la tarde, y si acaso me topaba con algún escarabajo extraviado, lo depositaba feliz en mitad del laberinto, y observaba divertida su odisea hasta el punto de salida. Pero entonces fue una tortuga marina, aunque no recuerdo haberlo decidido.

Me dije que no me marcharía hasta estar completamente segura de querer hacerlo. A veces existen días que son importantes por sí mismos, por cómo nos enfrentamos a ellos, aunque no contengan acontecimientos especiales.

Dicen que el atardecer de mi playa es uno de los más hermosos que existen. Por cómo el sol se posa lentamente y se achata, por cómo se sonroja el cielo ante la arena húmeda que se extiende infinita hasta la orilla. Aquella tarde, en compañía de una tortuga marina con conchas de almeja en lugar de ojos, y con una enorme sonrisa tatuada en su pequeña cabeza, me di cuenta de que había tenido la suerte de presenciar el atardecer más bonito del mundo. Y ni siquiera era mi cumpleaños.

miércoles, 7 de marzo de 2007

El día en que olvidé la primavera


Recordaba sus ojos, su sonrisa fláccida, el temblor de mis manos. Recordaba todo aquello parada frente al televisor, con un sandwich de queso entre mis dedos. Y al instante volví a depositarlo sobre el plato y aparté la mirada, no iba a comérmelo.

Nunca antes dije adiós como aquella mañana, tampoco después. Asumiendo todas y cada una de las letras de una despedida fraudulenta, truncada y amañada. Tal y como se despide a un muerto, un muerto que contempla tu figura rota, tus lágrimas descarnadas y que no se inmuta, no mueve un sólo músculo porque se sabe inválido de repente.
Me aparté, en un instante, y al deshacerme de su tacto, me agarré a sus ojos, me balanceé en ellos mientras mis pies caminaban hacia atrás. Curiosamente no pensaba en nada, un par de montones de certezas se agolpaban tras mi cordura, abrazando el vacío que construía con mis pasos de cangrejo. Apenas recuerdo si respiraba, si cerraba mis puños o arrugaba mi nariz, sólo puedo recordar su imagen de hielo, su dolor anegado y mudo. Su silencio.

Veinte años. Me pregunté si en el transcurrir de aquella vida, existió un sólo día en que mis ideas no rondaran al menos un segundo aquel aeropuerto atestado, con sus enormes cristales evidenciando un mundo que no era real, una soleada mañana de primavera. Una eternidad después, casi no fui capaz de reconocer en aquellos ojos la mirada pétrea que me dijo adiós. Tras la pantalla del televisor, danzaban ignorantes un par de ojos como aquellos, un rostro pavorosamente semejante, pero completamente anónimo. Y de repente pensé que la más escandalosa de las distancias es la que engorda las horas que pasan, el tiempo.

Y quizá siempre estuve tras los pliegues de sus dedos, o la chica que entonces habité. Y miré entre los míos y allí estaban, uno a uno, los fragmentos de todos aquellos recuerdos que embalé en una caja de cartón, el día que olvidé la primavera.

(Foto: Bischof)

domingo, 25 de febrero de 2007

Camisa nueva

No esperé menos de la noche.

Pienso que tanta risa pasará factura. Aprender a reírse de uno mismo, terapia contra los malos humores, nada más cierto. Y sí, es verdad que las hubo, las risas, las hubo hasta cierto momento, no recuerdo el punto exacto. Quizás miro de reojo a algún rincón vacío y se me caen todos los caramelos. Nada más que un medio secreto entre dientes, me abro la chaqueta y enseño la camisa. Hace frío.

Como dentro de zapatos ajenos. No. Son los míos pero yo no soy, o quizá no estoy; me pregunto dónde queda la chica de camisa nueva e interrogo a un par de desconocidos. Rebusco en mi bolso y doy con su libreta, y tras un par de frases quizá puedo verla sola, en algún lugar que no es éste, y en algún otro momento. Y de nuevo miro de reojo a algún punto de dentro, y creo que quiero ser calcetín, para replegarme sobre mí y esconderme, huir tras mi piel y fingir q estoy dormida. Es entonces cuando recuerdo mis calcetines de rayas y sonrío, me gustan porque hipnotizan, y los enseño, también la camisa. Hace frío.

Un chico con gafas. Mentalmente le pongo un 'post it' y sigo caminando, hasta la barra. Y pienso en olvidarme si no estoy así que bailo, pero cierro los ojos, por si puedo imaginar que no hay nadie más allí. Y no es posible. Presión anatómica y olor visceral. Tabaco y alcohol. Y mis ojos cerrados. Y dilucido que necesito salir de allí y me escapo al baño, y corro tras mis ideas que aprovechan la coyuntura para salir disparadas; demasiado lejos de casa, ojalá no fuera aquí. Y se interpone en mi camino de forma deliberada, y alzo la mirada y veo a un chico con gafas, adivino un 'post it' en su frente y sonrío. Parece que la suerte quiere darme una bofetada, y no pienso poner la otra mejilla, mis ideas están ya en el baño así que corro despavorida antes de que suiciden y tiren de la cadena, no sin antes escribir en su 'post it' que la chica que busca está dentro de un calcetín, que no la busque. Y mientras sigo caminando sé que aquel 'post it' piensa regalarme otro par de segundos. Mi camisa enseña mi espalda. Tengo mucho frío.

Y el otro medio secreto se desparrama. Cojo mi chaqueta y me decido, y me despido.

- Mañana vendrá ella, os lo prometo, va a dejar sus calcetines de rayas en casa, no sé qué hará con su camisa. Comemos juntos y nos reímos; portaos bien hasta entonces. - Y apenas salgo fuera y cambia el viento, y salen volando un par de ideas que ya no necesito. Quizás sin ellas haga un poco menos de frío.

jueves, 22 de febrero de 2007

Aún puede ser de día un par de minutos más


Aún puede ser de día un par de minutos más, espero conseguirlo. Y no crean que es una estupidez, creo firmemente en mi capacidad de retener el tiempo dentro de mis pulmones. No dejaré de intentarlo.

Existe un punto de no retorno. Cuando era niña solía contener la respiración bajo el agua; aguantaba el máximo, sabía que existía cierto punto hasta el que podía llegar y permanecer consciente. Llegado a ese punto, algo latía dentro de mí y era entonces cuando emergía a la superficie, camino de la asfixia. Me gustaba jugar a rozar mi propio límite, el punto de no retorno que cada uno llevamos dentro.

Mi prima Marta, cronómetro en mano, medía el tiempo que pasaba bajo el agua. Pero yo siempre supe que aquello era mentira, el tiempo no puede ser medido; entonces estaba segura de que el tiempo no pasa a igual velocidad cuando uno no respira. Asumía esa percepción que solemos tener del tiempo como partícula que viaja, y que altera su velocidad a antojo propio. Despacio, mucho más despacio si paseaba entre mis pulmones dormidos, el tiempo.

A continuación invertíamos el proceso y era Marta quien descendía al fondo de la piscina. Siempre aguanté más que ella; yo sabía retener el tiempo dentro de mis pulmones. Ella nunca rozó su punto de no retorno, ese instante en que el tiempo se detiene por completo.

Es así como lo veo. El sol araña el cielo, que parece desangrarse lentamente, y no quiero que muera. Y sé que si le observo fijamente y contengo la respiración, también podré contener el tiempo, al menos un par de minutos, al menos mientras alcanzo ese lugar en el que el tiempo me pertenece.


(Foto: Bonifacio. Córcega. Yo)