lunes, 9 de abril de 2007

Y he vuelto a recordar, a saber por qué...


Las orejas me picaban del frío. Me acurruqué en el interior de la capucha de mi peludo abrigo y marché deprisa. No me había dado tiempo a desayunar, y mientras caminaba calle abajo pensé por tres veces en aquel café humeante. Me haría con él y lo abrigaría entre mis manos, calentándolas - constituía la primera parte de aquel disfrute -. Recordé entonces a cierta amiga, decía que si tuviera que guardar una imagen de mí sería aquella, recostada en una silla, abrazando un café caliente con mis manos heladas. Estaba lejos, todos estaban lejos, pero yo estaba allí y no me arrepentía de nada. Hacía frío, y aquella mañana apenas tendría cinco minutos robados a la primera hora de clase, intentaría hacerlos eternos.

Entonces asociaba los lugares a colores, según las líneas de metro. Si pensaba en la facultad pensaba en rosa, el mercado de La Bastille era verde pistacho, la casa de mi amiga Marta era de color azul oscuro. Ir de compras era de color amarillo, y Carmen... a su casa llegaba andando, así que Carmen era simplemente aquella panadería que hacía esquina y que desprendía aquel fatídico olor que engordaba simplemente con ser aspirado.

Me sorprendió aquello de la fruta en el metro. En París venden fruta en el metro, en pequeños puestos que emergen tras cada esquina en aquella maraña de pasadizos; y es posible que aquel día tampoco hubiera podido resistirme y hubiera comprado un par de ciruelas bien dulces, saboreándolas despacio, entre letras de canciones que por entonces tenían significado. Fue en aquella ciudad donde me hice adicta a la fruta, a las cerezas oscuras, al mango maduro, a la piña. También me hice adicta al pan caliente, lo cual tuvo consecuencias que costó neutralizar. Sin embargo, y en cuanto a comida se refiere, si hay algo que requirió de varios meses de concienciación por mi parte, fue aquello de aprender a cocinar para uno solo. Todo se hace muy pequeño en la sartén y la tendencia a echar un puñado más de arroz me resultaba inevitable. Las sobras se acumulaban en mi nevera y entonces ni siquiera tenía gato. Frente a un plato enorme de comida para uno aprendí a estar sola, también aprendí a desconfiar de los buenos recuerdos.

Vi nevar. Sé que aquel día no lo olvidaré nunca. Marta vivía en uno de los lugares más emblemáticos de París, al pie del Sacre Coeur, frente a aquel tiovivo que siempre estuvo allí. Recuerdo que en su casa siempre había chocolate, su compañera de piso era suiza, y en cada visita a la familia traía toneladas de aquella maldita sustancia, en todas sus variantes y estados. Pensar en su casa es chocolate y nieve, allí vi nevar por primera vez. Con un pijama que no era mío corrí descalza hasta la cocina, donde Marta gritaba de emoción mientras removía a toda velocidad su taza de chocolate caliente. Entonces nos vestimos velozmente y paseamos barrio arriba y abajo durante toda la mañana, subimos hasta lo más alto de Montmartre para ver cómo nevaba sobre París, y buscamos rincones nevados que pudieran sorprendernos. Recuerdo que aquel día apenas tuve frío.

Si cierro los ojos veo el canal. Fue sin duda mi lugar en aquella ciudad, y recuerdo exactamente el día en que me hice con él. Todo fue culpa de aquel reportaje fotográfico, debíamos exponer en clase un trabajo que se dio en llamar 'La ciudad y la luz', y yo al instante pensé en el canal, en su superficie rasa y silenciosa, en su capacidad para reflejar fielmente aquellas calles, aquella luz macilenta y aquella luna. Paseé incansable por las orillas cambiantes a innumerables horas del día y de la noche, fotografiando todo aquello que respiraba sobre la lámina de agua quieta, y quizá en algún instante perdí la conciencia, pero a partir de entonces me recuerdo allí en las tardes grises, en los días en que el corazón despertaba aplastado y seco, en aquellas horas en que simplemente quise llorar a solas, con los pies mojados, al borde del canal, como quien parece querer saltar en un impulso aun sabiéndose más que cobarde. Y recuerdo en la noche cruzar mis piernas en ese lugar, apenas un puñado de horas me separaban de lo que ya no era, de aquello que me esperaba inconsciente de la asombrosa mutación llevada a cabo, y allí escribí mis últimas palabras sobre suelo gabacho, palabras que hablaban de sed, de miedo y de un millón de errores, palabras que ni siquiera sabían de qué hablaban, describiendo el canal Saint Martin.

Y seguramente entre aquel maldito café de primera hora de un viernes cualquiera, colisionaría con cualquiera de ellos, mis amigos, también deseosos de aquel café, deseosos de encontrarnos. Lo tomaríamos con más parsimonia de la prevista, hasta dejarnos abordar por ella, la calma, hasta dejarnos reír y charlar entre quietud y risas, entre el bochorno del tiempo que vuela. Y quizá nunca entramos en aquella clase, y nos llenamos de complicidad en partidas de mus con sabor a cerveza, une blonde, s'il te plaît. Y las horas se hicieron escuálidas prisioneras de certezas, de saber que poco importa, que sólo los recuerdos nos acompañarían de allá a poco menos que nada. Y entonces me recuerdo así, pasajera de aquellos lares, de aquellos entes que desaparecieron, de aquella nieve, y aquel café, y chocolate, y risas. Y el canal.

miércoles, 4 de abril de 2007

La lengua del poeta

Nunca he ganado nada. Anoche me comunicaron que era la ganadora del II Certamen Aullidos de relatos de terror. Mi relato ha quedado el primero entre más de 300. He leído la noticia un centenar de veces en la web y aun cuando vuelvo a leerla mi estómago da otro vuelco, y otro más. Y cuando acabe de escribir esto volveré a hacerlo, y volverá a ocurrir.

Cada persona tiene sus sueños, y cada cual los custodia de la forma que cree más apropiada. Mis sueños tienen mucho que ver con ese premio, y quizá a algunos os resulte complicado entender que tenga tanta importancia para mí, pero me hace sentir que hoy estoy más cerca; no, aún mejor, me dice que es posible. Simplemente eso.
Aquí os dejo un trocito de mi sueño.


"Almaceno poder en una caja de madera vieja. Es una caja pequeña, con una pequeña llave que llevo siempre conmigo. Duerme en silencio bajo mi cama; aún mi poder no es muy grande, pero pronto será un vasto arcón sólido y robusto que descansará callado en el sótano, al abrigo de la mirada intrusa de mi marido. Sé que él no lo entendería; apenas me escucha, y cuando habla, sólo grita, brama, se desgañita en insultos e improperios. Éste es mi secreto, mi único secreto, un cúmulo de todo aquello que me hace sentir poderosa, por encima del mundo, y de todo lo que existe. Nadie lo intuye o sospecha; todo aquel que tuvo la oportunidad de examinar su insólito contenido, perdió el habla, y la vida. Es todo lo que tengo.
A veces son sólo palabras; otras, intensas miradas que se deshacen sobre la almohada; pero lo que colecciono con mayor frecuencia son las caricias. Ellas son las que me elevan hasta lo más alto, las que me colman de ese poder que me abrasa el vientre, las que duermen a mi lado. Por eso son ellas las que normalmente atrapo implacable, para que dejen de ser haces fugaces de gloria; las quiero eternas, infinitas, inmortales, imperecederas... Y las dejo cautivas cuando aún están con vida, cuando aún conservan aquello que me ofrecen."

Tomó aquella caja entre sus manos y calló un instante, ensimismada, ausente. Acarició suavemente el absurdo relieve que la cubría; formas arbitrarias sin geometría ni sentido. Él pensó firmemente que había sido tallada por aquellas finas manos que entonces la rozaban con dulzura. Giró lentamente la llave, pero mantuvo la tapa cerrada mientras persistía en su tormentoso relato.

"El primero de todos era poeta, por eso capturé su lengua. Era joven y hermoso, casi mujer; sus dedos quedaron intactos ya que nunca osó tocarme; sus ojos permanecieron en sus cuencas dado que su mirada se me antojaba un gemido incompleto e incoherente. Comenzó con un soneto; uno largo y sonoro que en cada pequeña estrofa ensalzaba febril cada centímetro de mi cuerpo enardecido. Se abatió sobre mis senos con húmedas palabras y adornó mis caderas de suaves vocablos que danzaron sigilosos, expectantes.
Lo único que pude lamentar fue silenciar la última estrofa de aquel “Poema para Águeda”. Sacrifiqué gustosa el culmen de la obra que me tenía por musa, a cambio de inmortalizar el aliento de pasión que aquella desdichada criatura ofrecía a mis sentidos. Amputé su lengua perpetua en el instante mismo en que dibujaba mis dorados cabellos irradiando el calor del fuego de mil infiernos; me lancé sobre él, sedienta de la eternidad de sus versos primigenios. Sin premeditación o elucubración previa; impulso letal de pensamientos sin fraguar que volcó mis manos ebrias y enaltecidas sobre aquella candorosa fuente de lisonjas. Y aquel pobre diablo – sin lengua, sin palabras y sin poesía – murió de terror amordazado al cabecero de la cama. Recuerdo verle contemplar espantado su propia lengua que se retorcía con vida propia, que rezaba aún vestigios del poema que empapaba sus terminaciones nerviosas; aquel por el que nació para sucumbir. Mi iluso poeta – aterido por el frío que heló cruel sus entrañas - dejó su insulso aroma adherido a mis sábanas de seda; una pena.
Mi marido jamás encontró el resto de su cuerpo. Hoy día, aún duerme corrupto y descompuesto en el oscuro sótano; su pútrido olor contamina cada gota de aire para vengarse de mis sentidos. Descansa rencoroso entre renegridos y olvidados objetos torturados por el tiempo inmisericorde, prisioneros del desuso. Mi pobre poeta quedó condenado a recitar eternamente su excelsa poesía, su clamor inacabado hacia su musa ingrata.
Atisbo en tus ojos el canguelo y la demencia que mis palabras confieren a tus últimas horas de vida. Puede que te interrogues ajeno al motivo por el que esgrimo complacida mi cruenta historia entre los estertores de la muerte que asedian tus vísceras. Lo hago en honor a mi infortunado poeta; muchos otros han seguido la senda de sus funestos pasos inciertos, han perecido en el camino a la gloria de mis besos emponzoñados. Es tu hora; tus dedos lastimados por el deseo forman ya parte de mi preciado tesoro. Tu vida, amado mío, quedará irremediablemente consumida, como la tímida vela que arroja efímera claridad nacarada sobre la oscuridad de este húmedo sótano. Es el precio a pagar... Que Dios te acoja en su seno."

Abrió la caja ante la mirada petrificada de Don Diego de la Fuente – esposa y tres hijos -. Lo que contemplaron sus ojos exterminó inclemente todas sus esperanzas de que la hermosa Águeda hubiera hallado su exótico historial homicida en algún recóndito recodo de su enajenada inventiva. Sus mutiladas extremidades habían fracasado en un vacuo intento de prevenirle en su irreparable e irremediable destino, pero la contemplación de aquella caja hablaba sin tapujos, sacándolo con una terrible bofetada de su terca ofuscación; la espeluznante certeza de su próxima defunción se cernía sobre su pecho ahogado – ahogado en un grito sordo que se desvaneció incapaz en su estómago anudado –. Sus labios estaban convenientemente sellados con aquel suave velo de finos bordados que él mismo había arrancado ardiente de su cuello escasas horas antes, firmando su propia condena.

- ¡Águeda!¿Estás ahí abajo? - Un grito distante surgido de las profundidades del infierno. ¡No!, el infierno era ahora su morada, aquel grito provenía del mismo cielo. Era Dios quien hablaba. - Sal de ahí, mujer, hace frío y huele a muerto ¿Qué se te ha perdido? – Reconoció al instante los alaridos del carnicero; sus propios gritos, aquellos que nacieron en sus pulmones y murieron en su boca, nunca llegaron a ver la luz.

- ¡Ya subo, cariño!

Su esbelta figura se precipitó escaleras arriba, dejando a su desamparado invitado en la soledad de la apocada luz que amenazaba con extinguirse. El singular cajón reposaba inmóvil frente a él, mostrando su macabro contenido; mudo testimonio de escabrosos crímenes perpetrados bajo los efectos de una locura impía e inconmensurable, fruto del persistente e insufrible convencimiento de la nimiedad del ser humano. Aquella mujer necesitó simplemente ver truncada su insignificancia en grandeza plena y absoluta, en poder y control sobre su burda existencia. Don Diego no se asombró de no saberse aliviado de conocer la naturaleza de tan terrible demencia; supo que no habría piedad.

Silencio. La vela traicionera expiró súbitamente ante una brisa mentirosa venida de ninguna parte. Aquella histérica oscuridad pellizcó complacida sus entrañas sofocadas. Contuvo la respiración en un vano intento de percibir con indigesta claridad cualquier sonido que pudiera brotar de aquella caja; su mente aún la reproducía con esa pasmosa veracidad de la que su vista había quedado privada. Temía con cada centímetro de su cuerpo que el diablo en persona emergiera de aquel infecto continente; incluso en sus inexistentes dedos – aquellos que aún podía sentir prolongando sus manos huérfanas, aquellos cuya ausencia se tornaba dudosa enredada en la negrura que cegaba su cordura – podía sentir el terror de aquella presencia intuida.

No se hizo de rogar aquel murmullo satánico; se cobijó sutilmente en su cavidad auditiva, haciendo enloquecer esa mirada inservible que luchaba inútil contra aquella oscuridad insoportable. Al principio era sólo un tenue crujir casi imperceptible, un crepitar débil y constante, como un fuego que ardiera invisible en algún lugar; y sus ojos escudriñaron furiosos la habitación en busca de la lumbre delatora, pero no encontraron otra llama que la que consumía atroz su vientre maltrecho. Pronto pudo distinguir horrorizado pequeños gemidos lastimeros, cientos de ellos llorando desangelados a un tiempo; y supo que los unía el dolor, el sabor amargo de una existencia interrumpida. La compasión que le inspiraban quedaba enmarañada con el pavor que le infundía el desconocimiento de aquella naturaleza - ¿Pudiera ser que sólo habitara en su mente? -. Quiso llorar de miedo o de pena, esparcir lágrimas que apagaran el quejido inagotable que brotaba envilecido de aquel objeto infernal; pero de repente, se aferró a la indecible posibilidad de que llegara a oírlas llorar también a ellas – a sus lágrimas confundidas - mientras arañaban sus mejillas blanqueadas. Quedó paralizado al acoger la pavorosa posibilidad de que cientos de pequeños gemidos se unieran clamorosos al de aquellos entes que lamentaban su inexistencia dentro de una caja de madera vieja...

lunes, 2 de abril de 2007

El mejor regalo


Escogí el olor de aquella mañana para dar forma a mi montaña de arena. No tenía nada más, pero el simple recuerdo de aquello, de la sal alojada en las arrugas de mis labios secos tras un largo baño, de la sal alojada en los pliegues de labios ajenos tras un largo beso, fue suficiente. Y mi montaña fue tomando forma.

Cavé. Alguna vez quise encontrar algo, cuando era niña. Pero siempre fui demasiado realista, hasta en mis fantasías más absurdas. Cualquier otro niño habría soñado con encontrar un tesoro pirata, o algún otro secreto, pero mis deseos no pasaban de la caracola gigante. Admiraba esas caracolas gigantes que vendían en las tiendas; y me prometí que algún día encontraría una, y me pertenecería de verdad, porque el mar me la habría regalado.

Aquel día no buscaba nada, pero cavaba. Pensé que a veces no sabemos qué buscamos exactamente hasta que lo encontramos. Recordé también que el día que encontré mi caracola gigante ni siquiera la buscaba, el mar me la regaló sin hacer preguntas.

Cavando con los pies me acordé de cuando era niña. En el parvulario al que iba había un enorme recinto lleno de arena, y yo pasaba allí las horas muertas y cavaba y hacía figuras y jugábamos a las tiendas donde vendíamos aquellas formas que creábamos con la arena; nuestra imaginación las convertía en helados o pasteles. Y cavaba con los talones, alternándolos, extrayendo la arena húmeda que quedaba al fondo, la que nos permitía crear aquello. Y pensándolo bien, puede que ése sea el recuerdo más temprano del que dispongo.

Me gusta ir a la playa porque soy yo. Y en mi yo que soy ahora se agolpan todos aquellos que alguna vez he sido. Tengo tantos recuerdos del mar, tantos lazos, tantas caras presentes o distantes, tanta sal, que independientemente de cuánto haya cambiado la persona en la que actualmente me encuentro, tengo la seguridad de que esa persona estuvo aquí antes. Y no me cabe duda de que el olor era el mismo.

Es ése olor que sólo recuerdas cuando te alcanza. Te desestabiliza por un instante, te advierte de que sigue presente, porque los olores no se marchan, son recuerdos que aun permaneciendo un millón de años en silencio de repente un día reaparecen y hacen presente todo lo que dejó de existir.

Aquella tarde moldeé una tortuga marina; nunca me gustaron los castillos. Siempre me he preguntado por qué motivo la gente construye castillos en la arena; precisamente castillos, en lugar de cualquier otra cosa. Personalmente siempre preferí el reino animal, aunque también recuerdo perfilar innumerables rostros sobre la arena húmeda. A veces fabricaba laberintos subterráneos, con túneles conectados entre sí, del tamaño de un puño. Aquellos laberintos podían ser tan grandes y enredados como larga fuera la tarde, y si acaso me topaba con algún escarabajo extraviado, lo depositaba feliz en mitad del laberinto, y observaba divertida su odisea hasta el punto de salida. Pero entonces fue una tortuga marina, aunque no recuerdo haberlo decidido.

Me dije que no me marcharía hasta estar completamente segura de querer hacerlo. A veces existen días que son importantes por sí mismos, por cómo nos enfrentamos a ellos, aunque no contengan acontecimientos especiales.

Dicen que el atardecer de mi playa es uno de los más hermosos que existen. Por cómo el sol se posa lentamente y se achata, por cómo se sonroja el cielo ante la arena húmeda que se extiende infinita hasta la orilla. Aquella tarde, en compañía de una tortuga marina con conchas de almeja en lugar de ojos, y con una enorme sonrisa tatuada en su pequeña cabeza, me di cuenta de que había tenido la suerte de presenciar el atardecer más bonito del mundo. Y ni siquiera era mi cumpleaños.