lunes, 2 de abril de 2007

El mejor regalo


Escogí el olor de aquella mañana para dar forma a mi montaña de arena. No tenía nada más, pero el simple recuerdo de aquello, de la sal alojada en las arrugas de mis labios secos tras un largo baño, de la sal alojada en los pliegues de labios ajenos tras un largo beso, fue suficiente. Y mi montaña fue tomando forma.

Cavé. Alguna vez quise encontrar algo, cuando era niña. Pero siempre fui demasiado realista, hasta en mis fantasías más absurdas. Cualquier otro niño habría soñado con encontrar un tesoro pirata, o algún otro secreto, pero mis deseos no pasaban de la caracola gigante. Admiraba esas caracolas gigantes que vendían en las tiendas; y me prometí que algún día encontraría una, y me pertenecería de verdad, porque el mar me la habría regalado.

Aquel día no buscaba nada, pero cavaba. Pensé que a veces no sabemos qué buscamos exactamente hasta que lo encontramos. Recordé también que el día que encontré mi caracola gigante ni siquiera la buscaba, el mar me la regaló sin hacer preguntas.

Cavando con los pies me acordé de cuando era niña. En el parvulario al que iba había un enorme recinto lleno de arena, y yo pasaba allí las horas muertas y cavaba y hacía figuras y jugábamos a las tiendas donde vendíamos aquellas formas que creábamos con la arena; nuestra imaginación las convertía en helados o pasteles. Y cavaba con los talones, alternándolos, extrayendo la arena húmeda que quedaba al fondo, la que nos permitía crear aquello. Y pensándolo bien, puede que ése sea el recuerdo más temprano del que dispongo.

Me gusta ir a la playa porque soy yo. Y en mi yo que soy ahora se agolpan todos aquellos que alguna vez he sido. Tengo tantos recuerdos del mar, tantos lazos, tantas caras presentes o distantes, tanta sal, que independientemente de cuánto haya cambiado la persona en la que actualmente me encuentro, tengo la seguridad de que esa persona estuvo aquí antes. Y no me cabe duda de que el olor era el mismo.

Es ése olor que sólo recuerdas cuando te alcanza. Te desestabiliza por un instante, te advierte de que sigue presente, porque los olores no se marchan, son recuerdos que aun permaneciendo un millón de años en silencio de repente un día reaparecen y hacen presente todo lo que dejó de existir.

Aquella tarde moldeé una tortuga marina; nunca me gustaron los castillos. Siempre me he preguntado por qué motivo la gente construye castillos en la arena; precisamente castillos, en lugar de cualquier otra cosa. Personalmente siempre preferí el reino animal, aunque también recuerdo perfilar innumerables rostros sobre la arena húmeda. A veces fabricaba laberintos subterráneos, con túneles conectados entre sí, del tamaño de un puño. Aquellos laberintos podían ser tan grandes y enredados como larga fuera la tarde, y si acaso me topaba con algún escarabajo extraviado, lo depositaba feliz en mitad del laberinto, y observaba divertida su odisea hasta el punto de salida. Pero entonces fue una tortuga marina, aunque no recuerdo haberlo decidido.

Me dije que no me marcharía hasta estar completamente segura de querer hacerlo. A veces existen días que son importantes por sí mismos, por cómo nos enfrentamos a ellos, aunque no contengan acontecimientos especiales.

Dicen que el atardecer de mi playa es uno de los más hermosos que existen. Por cómo el sol se posa lentamente y se achata, por cómo se sonroja el cielo ante la arena húmeda que se extiende infinita hasta la orilla. Aquella tarde, en compañía de una tortuga marina con conchas de almeja en lugar de ojos, y con una enorme sonrisa tatuada en su pequeña cabeza, me di cuenta de que había tenido la suerte de presenciar el atardecer más bonito del mundo. Y ni siquiera era mi cumpleaños.