miércoles, 7 de marzo de 2007

El día en que olvidé la primavera


Recordaba sus ojos, su sonrisa fláccida, el temblor de mis manos. Recordaba todo aquello parada frente al televisor, con un sandwich de queso entre mis dedos. Y al instante volví a depositarlo sobre el plato y aparté la mirada, no iba a comérmelo.

Nunca antes dije adiós como aquella mañana, tampoco después. Asumiendo todas y cada una de las letras de una despedida fraudulenta, truncada y amañada. Tal y como se despide a un muerto, un muerto que contempla tu figura rota, tus lágrimas descarnadas y que no se inmuta, no mueve un sólo músculo porque se sabe inválido de repente.
Me aparté, en un instante, y al deshacerme de su tacto, me agarré a sus ojos, me balanceé en ellos mientras mis pies caminaban hacia atrás. Curiosamente no pensaba en nada, un par de montones de certezas se agolpaban tras mi cordura, abrazando el vacío que construía con mis pasos de cangrejo. Apenas recuerdo si respiraba, si cerraba mis puños o arrugaba mi nariz, sólo puedo recordar su imagen de hielo, su dolor anegado y mudo. Su silencio.

Veinte años. Me pregunté si en el transcurrir de aquella vida, existió un sólo día en que mis ideas no rondaran al menos un segundo aquel aeropuerto atestado, con sus enormes cristales evidenciando un mundo que no era real, una soleada mañana de primavera. Una eternidad después, casi no fui capaz de reconocer en aquellos ojos la mirada pétrea que me dijo adiós. Tras la pantalla del televisor, danzaban ignorantes un par de ojos como aquellos, un rostro pavorosamente semejante, pero completamente anónimo. Y de repente pensé que la más escandalosa de las distancias es la que engorda las horas que pasan, el tiempo.

Y quizá siempre estuve tras los pliegues de sus dedos, o la chica que entonces habité. Y miré entre los míos y allí estaban, uno a uno, los fragmentos de todos aquellos recuerdos que embalé en una caja de cartón, el día que olvidé la primavera.

(Foto: Bischof)