miércoles, 4 de abril de 2007

La lengua del poeta

Nunca he ganado nada. Anoche me comunicaron que era la ganadora del II Certamen Aullidos de relatos de terror. Mi relato ha quedado el primero entre más de 300. He leído la noticia un centenar de veces en la web y aun cuando vuelvo a leerla mi estómago da otro vuelco, y otro más. Y cuando acabe de escribir esto volveré a hacerlo, y volverá a ocurrir.

Cada persona tiene sus sueños, y cada cual los custodia de la forma que cree más apropiada. Mis sueños tienen mucho que ver con ese premio, y quizá a algunos os resulte complicado entender que tenga tanta importancia para mí, pero me hace sentir que hoy estoy más cerca; no, aún mejor, me dice que es posible. Simplemente eso.
Aquí os dejo un trocito de mi sueño.


"Almaceno poder en una caja de madera vieja. Es una caja pequeña, con una pequeña llave que llevo siempre conmigo. Duerme en silencio bajo mi cama; aún mi poder no es muy grande, pero pronto será un vasto arcón sólido y robusto que descansará callado en el sótano, al abrigo de la mirada intrusa de mi marido. Sé que él no lo entendería; apenas me escucha, y cuando habla, sólo grita, brama, se desgañita en insultos e improperios. Éste es mi secreto, mi único secreto, un cúmulo de todo aquello que me hace sentir poderosa, por encima del mundo, y de todo lo que existe. Nadie lo intuye o sospecha; todo aquel que tuvo la oportunidad de examinar su insólito contenido, perdió el habla, y la vida. Es todo lo que tengo.
A veces son sólo palabras; otras, intensas miradas que se deshacen sobre la almohada; pero lo que colecciono con mayor frecuencia son las caricias. Ellas son las que me elevan hasta lo más alto, las que me colman de ese poder que me abrasa el vientre, las que duermen a mi lado. Por eso son ellas las que normalmente atrapo implacable, para que dejen de ser haces fugaces de gloria; las quiero eternas, infinitas, inmortales, imperecederas... Y las dejo cautivas cuando aún están con vida, cuando aún conservan aquello que me ofrecen."

Tomó aquella caja entre sus manos y calló un instante, ensimismada, ausente. Acarició suavemente el absurdo relieve que la cubría; formas arbitrarias sin geometría ni sentido. Él pensó firmemente que había sido tallada por aquellas finas manos que entonces la rozaban con dulzura. Giró lentamente la llave, pero mantuvo la tapa cerrada mientras persistía en su tormentoso relato.

"El primero de todos era poeta, por eso capturé su lengua. Era joven y hermoso, casi mujer; sus dedos quedaron intactos ya que nunca osó tocarme; sus ojos permanecieron en sus cuencas dado que su mirada se me antojaba un gemido incompleto e incoherente. Comenzó con un soneto; uno largo y sonoro que en cada pequeña estrofa ensalzaba febril cada centímetro de mi cuerpo enardecido. Se abatió sobre mis senos con húmedas palabras y adornó mis caderas de suaves vocablos que danzaron sigilosos, expectantes.
Lo único que pude lamentar fue silenciar la última estrofa de aquel “Poema para Águeda”. Sacrifiqué gustosa el culmen de la obra que me tenía por musa, a cambio de inmortalizar el aliento de pasión que aquella desdichada criatura ofrecía a mis sentidos. Amputé su lengua perpetua en el instante mismo en que dibujaba mis dorados cabellos irradiando el calor del fuego de mil infiernos; me lancé sobre él, sedienta de la eternidad de sus versos primigenios. Sin premeditación o elucubración previa; impulso letal de pensamientos sin fraguar que volcó mis manos ebrias y enaltecidas sobre aquella candorosa fuente de lisonjas. Y aquel pobre diablo – sin lengua, sin palabras y sin poesía – murió de terror amordazado al cabecero de la cama. Recuerdo verle contemplar espantado su propia lengua que se retorcía con vida propia, que rezaba aún vestigios del poema que empapaba sus terminaciones nerviosas; aquel por el que nació para sucumbir. Mi iluso poeta – aterido por el frío que heló cruel sus entrañas - dejó su insulso aroma adherido a mis sábanas de seda; una pena.
Mi marido jamás encontró el resto de su cuerpo. Hoy día, aún duerme corrupto y descompuesto en el oscuro sótano; su pútrido olor contamina cada gota de aire para vengarse de mis sentidos. Descansa rencoroso entre renegridos y olvidados objetos torturados por el tiempo inmisericorde, prisioneros del desuso. Mi pobre poeta quedó condenado a recitar eternamente su excelsa poesía, su clamor inacabado hacia su musa ingrata.
Atisbo en tus ojos el canguelo y la demencia que mis palabras confieren a tus últimas horas de vida. Puede que te interrogues ajeno al motivo por el que esgrimo complacida mi cruenta historia entre los estertores de la muerte que asedian tus vísceras. Lo hago en honor a mi infortunado poeta; muchos otros han seguido la senda de sus funestos pasos inciertos, han perecido en el camino a la gloria de mis besos emponzoñados. Es tu hora; tus dedos lastimados por el deseo forman ya parte de mi preciado tesoro. Tu vida, amado mío, quedará irremediablemente consumida, como la tímida vela que arroja efímera claridad nacarada sobre la oscuridad de este húmedo sótano. Es el precio a pagar... Que Dios te acoja en su seno."

Abrió la caja ante la mirada petrificada de Don Diego de la Fuente – esposa y tres hijos -. Lo que contemplaron sus ojos exterminó inclemente todas sus esperanzas de que la hermosa Águeda hubiera hallado su exótico historial homicida en algún recóndito recodo de su enajenada inventiva. Sus mutiladas extremidades habían fracasado en un vacuo intento de prevenirle en su irreparable e irremediable destino, pero la contemplación de aquella caja hablaba sin tapujos, sacándolo con una terrible bofetada de su terca ofuscación; la espeluznante certeza de su próxima defunción se cernía sobre su pecho ahogado – ahogado en un grito sordo que se desvaneció incapaz en su estómago anudado –. Sus labios estaban convenientemente sellados con aquel suave velo de finos bordados que él mismo había arrancado ardiente de su cuello escasas horas antes, firmando su propia condena.

- ¡Águeda!¿Estás ahí abajo? - Un grito distante surgido de las profundidades del infierno. ¡No!, el infierno era ahora su morada, aquel grito provenía del mismo cielo. Era Dios quien hablaba. - Sal de ahí, mujer, hace frío y huele a muerto ¿Qué se te ha perdido? – Reconoció al instante los alaridos del carnicero; sus propios gritos, aquellos que nacieron en sus pulmones y murieron en su boca, nunca llegaron a ver la luz.

- ¡Ya subo, cariño!

Su esbelta figura se precipitó escaleras arriba, dejando a su desamparado invitado en la soledad de la apocada luz que amenazaba con extinguirse. El singular cajón reposaba inmóvil frente a él, mostrando su macabro contenido; mudo testimonio de escabrosos crímenes perpetrados bajo los efectos de una locura impía e inconmensurable, fruto del persistente e insufrible convencimiento de la nimiedad del ser humano. Aquella mujer necesitó simplemente ver truncada su insignificancia en grandeza plena y absoluta, en poder y control sobre su burda existencia. Don Diego no se asombró de no saberse aliviado de conocer la naturaleza de tan terrible demencia; supo que no habría piedad.

Silencio. La vela traicionera expiró súbitamente ante una brisa mentirosa venida de ninguna parte. Aquella histérica oscuridad pellizcó complacida sus entrañas sofocadas. Contuvo la respiración en un vano intento de percibir con indigesta claridad cualquier sonido que pudiera brotar de aquella caja; su mente aún la reproducía con esa pasmosa veracidad de la que su vista había quedado privada. Temía con cada centímetro de su cuerpo que el diablo en persona emergiera de aquel infecto continente; incluso en sus inexistentes dedos – aquellos que aún podía sentir prolongando sus manos huérfanas, aquellos cuya ausencia se tornaba dudosa enredada en la negrura que cegaba su cordura – podía sentir el terror de aquella presencia intuida.

No se hizo de rogar aquel murmullo satánico; se cobijó sutilmente en su cavidad auditiva, haciendo enloquecer esa mirada inservible que luchaba inútil contra aquella oscuridad insoportable. Al principio era sólo un tenue crujir casi imperceptible, un crepitar débil y constante, como un fuego que ardiera invisible en algún lugar; y sus ojos escudriñaron furiosos la habitación en busca de la lumbre delatora, pero no encontraron otra llama que la que consumía atroz su vientre maltrecho. Pronto pudo distinguir horrorizado pequeños gemidos lastimeros, cientos de ellos llorando desangelados a un tiempo; y supo que los unía el dolor, el sabor amargo de una existencia interrumpida. La compasión que le inspiraban quedaba enmarañada con el pavor que le infundía el desconocimiento de aquella naturaleza - ¿Pudiera ser que sólo habitara en su mente? -. Quiso llorar de miedo o de pena, esparcir lágrimas que apagaran el quejido inagotable que brotaba envilecido de aquel objeto infernal; pero de repente, se aferró a la indecible posibilidad de que llegara a oírlas llorar también a ellas – a sus lágrimas confundidas - mientras arañaban sus mejillas blanqueadas. Quedó paralizado al acoger la pavorosa posibilidad de que cientos de pequeños gemidos se unieran clamorosos al de aquellos entes que lamentaban su inexistencia dentro de una caja de madera vieja...