lunes, 16 de marzo de 2009

8:00 am


Anudado a su propio infierno, aferrándose a él como animal en celo, se abotonó la camisa, muy despacio, con esa lentitud que extingue la sed de vida de quien casi está muerto. Y contra aquella muerte cerebral colisionaba maquinalmente cada pensamiento, reto o meta que alguna vez hubiera fraguado dentro de sí. Ni siquiera el recuerdo de tiempos mejores era capaz de desterrar al ente que, apoltronado tras su única ceja, había tomado posesión de sus ideas. Y aún cuando él no era capaz de comprenderlo, no existían culpables de la masacre. Ningún otro que su propia desidia, su falta de sueños o anhelos secretos, su evidencia ante la vida.

Hundió sus pies arrugados en sendos zapatos de piel oscura, revisó sobre el espejo la perfecta línea que marcaban sus cabellos, débilmente inclinada hacia la derecha. Y allí mismo, frente a aquel mismo espejo, esperó paciente e inmóvil a que el reloj cuya imagen quedaba nítidamente reflejada ante sí, diera exactamente las 7:39 de la mañana. Tardaba dieciséis minutos en llegar al trabajo.

Y aquel ser, ente o reflejo que reemplazaba a al ser humano que apenas recordaba haber sido, parpadeó un sólo instante, y sin más un pequeño y fugaz latido de consciencia rebrotó firme ante la duda. Apenas un segundo le bastó para saber que era hombre muerto, que el tiempo, poderosa fuente de placeres y desengaños, le había sido arrebatado.